Me despierto. Fueron solo dos segundos. Dos segundos a dos miliamperios. Solo esa intensidad, durante ese tiempo
justo, fue necesaria para abrir mis ojos.
Todos los días es lo mismo a calco; la pequeña descarga eléctrica ya no
me toma de sorpresa, y ahora hasta la siento con relajo. A menudo me llega a hacer cosquillas, y es un
momento preciado cuando me doy cuenta de que es una de las pocas instancias
diarias en que cambio de expresión facial.
Dejo el asunto de la alarma y el despertador para irme a la
cocina. Son diez minutos exactos de
merienda. Apenas tomo el pan, las
pantallas se encienden al unísono; “El
Clima. Repeticiones de la noche
anterior. Comerciales. Disparan a alguien en la calle. Comerciales. Disparan a dos personas en la calle. Adelantos de la noche que se acerca. Comerciales.
Disparan, pero de otra forma; algún personaje famoso se suicidó en su
mansión”. El diario contiene lo mismo, pero con
comentarios intelectualistas de dudosa procedencia. Para mi suerte, la entrada ya está lista. Al cruzar por el umbral circular de vidrio,
la luz me llega de todos lados y embota cada uno de mis sentidos durante un
parpadear. El aparato me ha transportado
hacia la estación común. Me aguardan cuarenta
minutos de lenta espera, donde no puedo ni pensar ni moverme. Mi sola presencia llega a invadir el espacio
personal de al menos cuatro personas a mi alrededor, y a su vez cada una de
ellas invade el espacio de algún otro, conformándose un opresivo e incómodo
efecto dominó, con piezas de cardumen humano.
La corriente del pensamiento igualmente se me atrofia pues vuelvo a
escuchar fonemas digitales, voces que vienen de una pantalla; “Otra tragedia griega en una mansión. Se robaron el auto y asaltaron a la
familia. Comerciales. Nueva versión de esa canción que habla sobre
amor, ahora en un nuevo formato de minuto y medio. Mas comerciales. La próxima gran entrada con destino a… estará
lista en unos diez minutos”. Pocas
personas caben en una de esas. Al final
tenemos que esperar el triple como mínimo, mientras todo nuestro cuerpo lo
sufre; desde las piernas hasta los oídos, casi que sangrando por el bullicio
del ganado reunido y de los altavoces que anuncian ofertas.
Recién logro pasar hacia una entrada transportadora la cuarta
vez que una de estas se hace presente en la estación, al menos durante el
tiempo que pasé allí desde que salí de mi departamento. Son las diez de la mañana en punto; y la
nueva parada es este laberinto de cuadrados unipersonales, estos patéticos
intentos de oficina, en los cuales me siento y permanezco en la misma posición
hora tras hora sin cesar, horas que a medida que pasan se vuelven más
eternas. El flujo de la información se
acorta y me siento tan poco estimulado que hasta podría pensar. Pero no; el calor que se abre paso por entre
las fisuras de las puertas de la habitación laberíntica, donde el clima es
sofocante pero no tanto como lo que se puede llegar a sentir en las calles,
calles que por esta razón se encuentran abarrotadas de autos y completamente
despojadas de personas o animales no microscópicos, no me deja pensar. Por estos efectos climáticos la calma no
existe, y mis pensamientos no pueden organizarse; que las calles, que el sol,
que la guerra, que la paz, que el calor, que el lunes. Me sorprendo a mi mismo pensando en el fin de
semana.
¿Saben que pasa durante el fin de semana? Tomo más entradas
transportadoras que en un día normal, y con ello llego mucho más cansado que lo
habitual a la casa de algún amigo. Le
hago algún comentario gracioso. En
verdad no soy muy bueno con los chistes.
Él a su vez me habla de algún libro, y yo le respondo tarareándole el
coro de la-nueva-versión-de-esa-canción-que-habla-sobre-amor-ahora-en-un-nuevo-formato-de-minuto-y-medio. Él y yo tuvimos la suerte de compartir varios
espacios en nuestra infancia antes de que el mundo llegara a cambiar de forma
tan abrupta. Ahora él tiene tiempo de
leer libros, mientras yo ni siquiera me puedo tomar el tiempo necesario para pensar.
Al despedirme de él me sumerjo en una nueva unidad
transportadora. Y entonces es lunes otra
vez…
Texto por Sergio Leyton Soto
Imagen por Andy Maguire
Creative Commons
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