miércoles, 19 de septiembre de 2018

Ascensión y Caída de la Torre de los Cien Años



Una ciudad, cualquiera que sea esta última, es como un ecosistema emergente que debe sus principales características al modo en que interaccionan esos pequeños componentes que se encuentran insertos en la vida urbana.  Así, nos encontramos con relaciones que no siempre obedecen a un carácter simétrico; pues de hecho, el cómo el hijo de la señora Juanita encuentra un modo de expresión artística haciendo grafiti en un edificio, es una consecuencia compleja de toda una historia local que desemboca en un hecho puntual que es tan específico, que claramente no tiene el mismo valor nominal que, por ejemplo, un nacimiento dentro de la familia, o el difícil y en algunos casos, casi imposible camino a la casa propia.  

Así pues, resulta que, en una ciudad, conviven un montón de cosmovisiones y acciones prácticas distintas, algunas radicalmente opuestas entre sí, y, aun así, es posible en algunos casos tomar la esencia del pueblo como macro características que se comparten entre casi todos los habitantes.  Teniendo en cuenta que todos ellos nacieron y se criaron en un mismo lugar, no es difícil que este fenómeno ocurra.  Tengamos en cuenta que nuestra propia personalidad está entrecruzada por una increíble diversidad de elementos culturales locales, precisamente del lugar en el cual nuestro cerebro se fue desarrollando.  

La historia que les quiero relatar a continuación habla de las particulares características compartidas por los habitantes de una ciudad muy especial, mas para ahorrarnos problemas por lo inquietante o traumática que puede resultar la historia para algunas personas que la vivieron en carne propia, nos referiremos al poblado con un nombre ficticio, bastante pintoresco por decirlo menos; “Ciudad del Sol”.  La arquitectura y el paisaje general de Ciudad del Sol era una bellísima postal que servía prácticamente como ejemplo para cualquier lugar que quisiera ganar unos cuantos ingresos en base al turismo.  Resultaba que, si uno se ponía a observar la ciudad desde el cerro que la delimitaba, se podía dar cuenta que la forma global en que se distribuían las edificaciones formaba una Campana de Gauss casi perfecta.  Es decir, al oeste recién iba naciendo la ciudad, con pequeñas casitas de uno o dos pisos que recién al ir moviendo la vista hacia el este iban creciendo en altura, y así llegaban hasta un punto casi al centro del paisaje en el cual se alzaban edificios particularmente altos, para luego ir desembocando en otro conjunto de casas pequeñas en el extremo este del lugar.  Resultaba una imagen especialmente conmovedora. 

Lamentablemente, no todo es eterno, y así, una rupturista construcción llegó a amenazar la perfección urbanística que era la ciudad.  Los políticos la llamaban; “La Torre de los Cien Años”, un edificio que más que una obra arquitectónica, era una pieza de arte, casi una escultura.   Claro que todo aquello no eran más que promesas de campaña, poco interesantes o trascendentes, pero pequeños enunciados, al fin y al cabo.  Ciudad del Sol estaba pronta a cumplir cien años de historia, y las autoridades locales no paraban de hablar sobre los festejos y actividades culturales.  De pronto, todos los problemas sociales que eran tan comunes en ese lugar y en esos tiempos especialmente, habían desaparecido en pos del consumismo inherente a las fechas conmemorativas importantes.  No miento cuando digo que todos los habitantes parecían haber perdido la memoria, dejándose guiar por discursos de un pasado neutro, que poco tenía que ver con el presente apremiante.   Y así, la Torre de los Cien Años pasó de ser un proyecto algo utópico sobre construir la estructura más alta de la ciudad, a ser un proyecto comercial privado.  Al poco tiempo de ser construida por el alcalde anterior a las elecciones, que se apropió de una de las ideas de un aspirante al sillón municipal, fue concesionada a una empresa multinacional extranjera, víctima de un cambio de mando en el gobierno local que destruyó el materialismo y simbolismo ideológico del periodo anterior.

La Torre de los Cien Años pasó a llamarse “Sun Tower Mall”, y gozó de una particular fama al ser una obra especialmente controvertida y polémica, y es que era flanco de críticas que venían de todos los lados posibles de la sociedad.  Algunos lo consideraban un proyecto innecesariamente pretencioso, que ya había dejado de tener sentido desde que se vendió.  Otros, complementando esta última idea, planteaban que se trataba de una monstruosa obra que era más bien una oda al capitalismo desmedido, que arrasaba con todo lo que se encontraba en el camino.  Por último, y también haciendo eco de las demás declaraciones, algunas personas lo calificaban como un desastre arquitectónico e ingenieril, ya sea por la elección del suelo en el cual fue edificada, por la elección de los materiales de construcción (principalmente fierros bastante arcaicos), o incluso por la destrucción que significaba para el paisaje general de la ciudad.  Parecía como si la torre estuviera completamente fuera de lugar, como si no perteneciera y no encontrara suelo adecuado.  Era como si de pronto, se hubiera trasladado un descomunal edificio de otra ciudad con una grúa gigante y se hubiera dejado caer en Ciudad del Sol, aplastando todo lo que podría haber debajo. 

El barrio en el cual se encontraba ya erguida la torre, era a su vez, un sitio patrimonial histórico lleno de devenires, particularmente rico en significado.  Las pequeñas comunidades de pobladores que habían dado parte de su idiosincrasia en pos de la construcción de una identidad local, se habían criado allí.  Mas nada de eso pareció importar al momento de construir la torre.  Tal como el dinamismo social, que es un fenómeno tan común, pero del cual es difícil darse cuenta cuando comienza su gradual proceso de transformación, se podría decir que la ciudad ya había perdido hacía rato su identidad característica y a nadie parecía importarle.  Era como si nadie se hubiera dado cuenta, como si toda una generación ancestral hubiese muerto producto de una devastadora peste, sobreviviendo solo los herederos, ya desmemoriados y sin historia tras ellos. 

Una nueva época pareció naturalizarse en Ciudad del Sol; era como la llegada de la Modernidad, concepto antiquísimo, pero históricamente aplazado en lugares apartados como ese.  Ahora todos los habitantes del lugar se sentían parte de una misma masa alienante de personas increíblemente vacías y plásticas que se extendía a lo largo de todo el globo terráqueo.  Siempre a las nueve de la mañana sonaba el mismo inquietante sonido de alarma en el Sun Tower Mall; era la hora del desayuno, momento en que largas filas de consumidores se apilaban para gastar su dinero en las supuestas “promociones” del “patio de comidas”.  Lo curioso, en todo caso, era que esta alarma no había sido instalada por ningún ejecutivo, funcionario o trabajador del mall, sino que era más bien un extraño fenómeno emergente que se daba debido a que, por esas casualidades de la vida, todos los sujetos que concurrían al mall lo hacían guardando las mismas normas horarias.  Sabían todos por igual el tiempo exacto en que tenían que llevar a cabo cada una de sus actividades cotidianas, y guardaban pequeños recordatorios sonoros en sus celulares como si fuera acaso esa rutina un asunto novedoso, que de tan complejo ni siquiera podía incrustarse en la memoria de nadie.  Así, todas las alarmas sonaban a la misma hora causando un bochinche infernal, siempre a las mismas alturas del día, durante todos los días del año; a la hora de desayuno, de entrada al trabajo, de almuerzo, de vuelta al trabajo, de salida al trabajo.  Era un fenómeno completamente normal en el lugar, mas para cualquier forastero que se apareciera por allí era más bien como una representación tragicómica del infierno de Dante, saltando abismalmente de círculo en círculo cada vez que sonaban las malditas alarmas.

En el último piso de la torre se ubicaba un conjunto de oficinas que pertenecían a distintas empresas, en su mayoría multinacionales.  Era fácil deprimirse al entrar a esas dependencias pues el ambiente gris y lleno de humo, sumado a los rostros inexpresivos, constituían una de las escenas más tétricas que persona alguna pudiera llegar a imaginarse.  También a su vez, parecía que ese ambiente viciado de triste conformismo chorreaba a los pisos inferiores de la torre, pues toda la gente que pasaba por allí, con sus alarmas programadas a la misma hora, parecían igualmente infelices incluso a pesar de ocasionales sonrisas que podían verse en sus rostros cuando estaban acompañados o cuando compraban ropa de marca.

Daniel trabajaba ahí, en la torre de los cien años, como jefe del departamento de recursos humanos de uno de los restaurantes de comida rápida que operaba en los últimos pisos del mall.  Decía que le gustaba su trabajo, aunque no tenía ningún punto de comparación pues nunca en su vida había trabajado en otra cosa.  Decía también que la comida del restaurante era un asco, y que, aunque aquello estaba fuera de su control, no podía hacer menos que sentirse indignado.  De todas maneras, nunca se había quejado ante sus jefes, en parte porque no los conocía, en parte porque ya estaba demasiado ocupado.  En verdad ni siquiera era asunto suyo el susodicho tema.

-Uno de estos días, me van a explotar los putos tímpanos al sonar esas alarmas de mierda - Solía decir Daniel a sus compañeros de trabajo siempre que un terrible bochinche en el mall les interrumpía su aburrida conversación de la hora de almuerzo.

-Ojalá también te explote la puta boca para que dejes de tirar mierda todos los días - Le respondía casi siempre Julio.  Este último era algo así como el “mejor amigo” de Daniel dentro de la poca gente que conocía en el trabajo.  Y si bien a juzgar por esto, el comentario podría haber sido parte de un diálogo de amigos cercanos que solo quería molestarse un rato, la verdad es que ha medida que pasaba el tiempo parecía que Julio lo iba diciendo cada vez más enserio, como si la rutina hubiera dejado de ser graciosa y se hubiera mostrado tal como realmente era; una realidad dura, pero correcta.

Resultaba que en verdad a ningún oficinista le habría gustado trabajar en el Sun Tower Mall.  Si de casualidad e infortunio le hubiera tocado a algún empleado ser parte del grupo de trabajo que oficiaba en ese lugar, este sabía que se trataba de una sentencia de muerte.  Todo en aquel lugar era gris, y las ganas de escapar se respiraban en el aire, al igual que la pesadumbre era asunto del diario vivir.  Para Daniel era un asunto bastante curioso que el ventanal que a la vez servía de techo para las oficinas fuera de vidrio, pues parecía que todo el  terrible calor que a diario golpeaba a los empleados era producto de esto.  El sol solía posarse justamente por encima de ellos todos los santos días, y la sensación de agobio se volvía insoportable. 

Así, un día que parecía ser como cualquier otro, sin ningún detalle particularmente interesante en el horizonte, Daniel sintió que el calor ya excedía todo límite humanamente soportable, y totalmente convencido de que simplemente no se podía trabajar bajo esas condiciones, decidió ir a hablar con el jefe de personal.

-Oye, el clima está exactamente igual que cualquier otro día de esta semana - Dijo este último a Daniel - Fijate que eres el único que está reclamando por un detalle tan estúpidamente insignificante.  
El tipo tenía un punto a su favor.  Aparte de Daniel, a nadie más parecía importarle este asunto del clima.  Todos estaban ocupadisimos trabajando en sus computadoras, y cuando al fin apartaban la vista de los monitores, y si por esas casualidades de la vida llegaban a cruzar miradas con otras personas, los temas de conversación no podían llegar a ser más triviales y estúpidos aún.

-Es una linda muchacha - Decía Julio, el “mejor amigo” de Daniel - Realmente muy linda.  Como le haría un buen…

-Oye, ¿No te parece que hace un poco de calor? - Le interrumpió Daniel.  Estaban charlando durante la hora de almuerzo.

-Si, pero hace el mismo calor de todos los días - Le respondió entonces Julio - Nada nuevo bajo el sol.

Daniel estaba cada vez más seguro de que se estaba percatando de algo que solo él podía observar.  Era como si todo el mundo se hubiera vuelto loco, o como si de repente él mismo se hubiera curado de una locura en la cual estuvo inserto durante mucho tiempo, y estuviese entonces presenciando una epifanía fugaz.

-Voy a ir a la farmacia - Le dijo entonces Daniel a Julio - Creo que me estoy sintiendo mal.  Trataré de volver antes de que termine el almuerzo.

Nadie tenía que salir del Sun Tower Mall para ir a un cine, a una farmacia, a un supermercado, o incluso a una plaza.  Era un lugar que parecía hasta público a pesar de sus rejas, sus guardias y sus miradas inquisitivas a todo aquel que se saliera un poco de la norma, ya sea de andar, de vestir, o de hablar.  Antiguamente existían en Ciudad del Sol numerosas plazas y puntos de encuentro que servían a la contingencia local.  Allí se organizaban reuniones, juntas de vecinos, o simplemente grupos de amigos que querían pasar un buen rato compartiendo, ya que guardaban entre sí intereses comunes que nacían de su propia idiosincracia local.  No eran amigos porque fueran vecinos, sino que eran cercanos porque el mismo hecho de ser vecinos, los empapaba de una cosmovisión en común que movilizaba sus propias actividades y pensamientos, constituyendo una propia forma colectiva de ser, o una bien determinada identidad de clase.  Ahora, con la llegada de estos centros comerciales tan parafernalicos, toda esa contingencia se había perdido y toda la gente se reunía en torno al consumo.  Sin un capital que te garantizara poder gastar no solo en lo indispensable, sino también en moda o entretenimiento, simplemente quedabas marginado de la sociedad.  Ni siquiera tenías tema de conversación.

-Fiebre - Daniel había comprado un termómetro en una de las tantas farmacias que se ubicaban dentro del mall - Ahora se lo que tengo -  El termómetro marcaba 40 grados.  Parecía una situación peligrosa.

Así, Daniel fue inmediatamente a buscar sus pertenencias a su oficina, convencido de que se encontraba gravemente enfermo, y de que específicamente algo en aquel lugar, en aquella torre que por más espaciosa que fuera, no hacía más que producirle claustrofobia, lo estaba enfermando de manera gradual.

Sin embargo, al hombre se le hizo muy largo el camino hasta los últimos pisos de la torre, donde se encontraban las oficinas.  Desde la farmacia, tenía que subir aproximadamente la mitad del edificio para llegar al final, y mientras lo hacía, iba sintiendo como su andar se volvía cada vez más pesado y difícil, y como la realidad y los rostros que lo rodeaban se iban desfigurando hasta lo indescriptible.
Era como si de pronto se hubiera trasladado hacia un nuevo y extraño mundo en el cual ya no tenía ninguna certeza lógica o física sobre su funcionamiento.  Podía ver como la gente corría y saltaba de un lado a otro, a menudo dando brincos y acrobacias que eran físicamente imposibles de realizar.  Era todo en su conjunto un gigantesco pandemonio desatado en la tierra, y específicamente en aquel lugar.  Aparte de las imágenes confusas, parecía que el sonido también se estaba rompiendo, pues no tenía ninguna relación con las imágenes que se dejaban ver en aquel espacio.  Durante algunos momentos, el silencio reinaba, y luego se escuchaban explosiones, sin ninguna razón aparente, para luego  pasar a voces aparentemente humanas que repetían galimatías sin cesar.  En vista de que ninguno de estos sonidos tenía fuente clara, pues respondían a una confusión visual muy difícil de procesar, se podrían haber clasificado como psicofonías.  Daniel creía que venían de su propia mente, y que en verdad nada de aquello era real.  Incluso cuando comenzó a distinguir ciertas palabras de entre toda la maraña de vocablos indescifrables, tales como FIEBRE o AUXILIO, siguió pensando que todo aquello que percibía era una alucinación provocada por su propio desequilibrio interno.  Podía sentir como con el paso del tiempo, el cual por cierto tampoco podía ya siquiera cuantificar, sus iniciales 40 grados de fiebre iban aumentando vertiginosamente.  Así estuvo un tiempo entonces, tratando de tranquilizarse, mientras se repetía a sí mismo que nada de aquello estaba realmente sucediendo allí afuera.  Con tales pensamientos llegó hasta el piso de las oficinas, y allí fue donde toda la situación tomó una nueva forma.  Resultó que se le acercaron varias personas, todas ellas compañeros de trabajo que podía reconocer perfectamente, a hablarle de manera inquietante.  Era una escena particularmente surreal.  Sintió que todas esas personas le estaban pidiendo ayuda, como si fueran víctimas igual que él de un terrible mal que empapaba todo el espacio.

-No puedo más con la fiebre - Daniel vio como Julio se acercaba a él y apoyándose con mucha dificultad sobre su hombro, como si estuviera a punto de desmayarse, le decía estas últimas palabras con gran esfuerzo - Tenemos que salir de aquí.

La pesadilla, al menos en parte, era real.  Un pequeño lapsus de raciocinio entre el caos llegó hasta Daniel y se dio cuenta que si bien, ninguna de las escenas que estaba viendo eran literalmente reales, al menos la situación y el problema de fondo si lo era.  Tomó sus cosas, y junto a Julio, salieron por un extenso pasillo para llegar a una puerta que demarcaba el fin del espacio de las oficinas y que llegaba directamente a las escaleras internas del edificio, aquellas que eran como la salida de emergencia y que decantaban en los estacionamientos.  Allí fue cuando ambos, Daniel y Julio, vieron con horror como una horda de seres extraños se dirigían hacia ellos.  Eran como seres humanos normales, mas tenían la piel anormalmente rojiza y daban pasos de manera enfermiza, como si tuvieran las piernas rotas y agonizantes.  Así, la reacción innata de los compañeros fue huir de aquellos seres, corriendo escaleras abajo, mientras rehuían también de sus propios pensamientos, que buscaban de manera incansable pero infructuosa alguna explicación lógica a todo lo que ocurría.  La pesadilla era cada vez más terrible a medida que se volvía más clara.

-¡Daniel! - El hombre aludido se repetía a sí mismo una y otra vez que aquellas voces no eran reales.  Nadie lo estaba llamado en verdad.  Esos seres no eran más que alucinaciones.  Se trataba en todo caso, de imágenes vívidas, pero de todas maneras, no eran más que situaciones imaginarias.
Estaban en la mitad de la torre.  Le llevaban a las criaturas rojizas aproximadamente dos pisos de ventaja, y entonces, sin previo aviso, escucharon una especie de estruendo que removió todo lo que era el lugar, como si fuera una explosión.  Llamas rojizas que aparecieron a los lados de los pasillos y las escaleras se impregnaron a la piel de las criaturas extrañas, solo que esta vez, también lograron alcanzar a Julio.  Daniel vio la escena con una suerte de temor paralizante.  No podía creer lo que estaba presenciando.  Era como si al fin, toda aquella escena hubiera cobrado sentido y se hubiera hecho, después de todas las conclusiones erradas, real a pesar de todas sus deformaciones.  Alguién estaba atacando al edificio.  Era como un atentado.  Las explosiones, el fuego, las criaturas extrañas que eran en verdad personas que se quemaban.  Todo aquello cobró al fin sentido.  Julio se tiró al suelo tratando de escapar de las llamas, mientras gritaba de dolor.  A su vez, Daniel no sabía que hacer.  Ver a todos sus compañeros sufriendo de esa manera tan terrible lo tenía acongojado, mas no atinaba a hacer nada.  Recordó que había comprado un termómetro hacía tan solo unas horas.  ¿O habían sido minutos?  El tiempo se había deformado de tal forma que ya no podía tener ninguna certeza sobre este último.  De todas maneras, el termómetro seguía allí.  Daniel estaba cansado de correr escaleras abajo.  Tal como si se tratase de un momentaneo lapsus de razón entre el caos, se tomó la temperatura como tratando de comprobar una letal idea que había surgido en su cabeza.  Tenía 41 grados de fiebre, y el calor sofocante allí en la vía de evacuación no hacía más que empeorar.  Un grado más y su cerebro dejaría de funcionar.  Abrazó entonces a la muerte como un dulce escape de aquel infierno, y aprovechó sus últimos momentos para ver como sus compañeros, ya irreconocibles entre el humo y las llamas, se incineraban hasta desaparecer.  Él tenía entendido que aquella escena era un poco fantástica, pues veía como algunas personas se hacían polvo en segundos.  Era como una alucinación, pero en su estado era totalmente factible, y por tanto no tenía ninguna importancia.  Se encontraba en un estado en que teóricamente nada tenía sentido, mas por un placentero instante que pareció eterno, Daniel se sintió ajeno a todo ello, y se vió a si mismo como un ángel que ya no podía sentir su propio cuerpo, y hasta disfrutó de la perturbadora escena que eran todas aquellas personas, cuerpos que antaño se erguían orgullosos de sí mismos, llenos de vigor e ideas, desintegrándose y convirtiéndose en nada.  Era la fragilidad de la vida un asunto curioso, mas también conmovedor, casi poético.  El lenguaje humano no puede describir con palabras certeras tal espectáculo.  Va más allá de nuestro propio conocimiento convencional.

La Torre de los Cien Años cayó con un estrépito que parecía dar inicio al apocalipsis, o como si se abriera la Caja de Pandora.  El caos se instaló en los alrededores, mas muchos expertos estuvieron de acuerdo en que la situación pudo haber sido mucho peor, ya que el derrumbe pareció ser una demolición controlada, tal como si se debiera a implosiones estratégicas, hablando en términos técnicos.  De todas maneras, estas no eran más que especulaciones derivadas de la observación de la catástrofe.  El hecho en sí se convirtió de inmediato en un misterio bastante críptico, y las denuncias póstumas y las leyendas urbanas no tardaron en aparecer.  Se dijo que el lugar concentraba una temperatura interna que producía hipertermias que decantaban a su vez en golpes de calor abruptos y violentos.  A nadie le parecía que esto último pudiera ser muy verosímil, pues era difícil de creer que nadie se hubiera dado cuenta o hubiera sufrido enfermedades graves a causa de ello.  Sin embargo, también fueron los testimonios los que se abrieron paso después de la tragedia.  Muchas personas que visitaban periódicamente el Sun Tower Mall declararon haber sufrido fuertes fiebres, mas ninguno de ellos pensó en primera instancia que esto se podría haber debido a la visita al recinto.  Como para rematar la psicosis pública que significó el evento, se descubrió mucho tiempo después que ningún funcionario regulaba la temperatura del lugar, y que ningún tipo de aire acondicionado funcionaba allí. 

De la caída de la torre se registraron más de dos mil muertos, y significó también toda una re urbanización de la ciudad.  Las empresas privadas que gestionaban el edificio fueron llevadas a juicio por negligencia y por todas las muertes ocurridas.  Luego de un tiempo, Ciudad del Sol se convirtió en un mal lugar para invertir y el suceso se fue olvidando de a poco, sin que se hiciera realmente justicia para las víctimas.  Hasta el día de hoy, la caída de la torre sigue siendo un misterio, y la infinidad de historias que surgieron del acontecimiento, referidas a supuestos “lugares que causan fiebre”, o “dobles ventanales de aluminio que aumentan la temperatura”, sirvieron de guía para futuras construcciones en el lugar, y a su vez se impregnaron para siempre en la memoria colectiva local, a pesar de que los medios le fueran restando importancia al evento.  De todas maneras, el hecho marcó un valioso y trágico precedente para que nunca más el pueblo se convirtiera en un puñado de ovejas que van contentas al matadero, teniendo siempre como referente aquel faro de luz gris; “La ascensión y Caída de la Torre de los Cien Años”.


Photo by Daniel Garcia

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