Una
ciudad, cualquiera que sea esta última, es como un ecosistema emergente que
debe sus principales características al modo en que interaccionan esos pequeños
componentes que se encuentran insertos en la vida urbana. Así, nos
encontramos con relaciones que no siempre obedecen a un carácter simétrico;
pues de hecho, el cómo el hijo de la señora Juanita encuentra un modo de
expresión artística haciendo grafiti en un edificio, es una consecuencia compleja
de toda una historia local que desemboca en un hecho puntual que es tan
específico, que claramente no tiene el mismo valor nominal que, por ejemplo, un
nacimiento dentro de la familia, o el difícil y en algunos casos, casi
imposible camino a la casa propia.
Así pues, resulta que, en una ciudad,
conviven un montón de cosmovisiones y acciones prácticas distintas, algunas
radicalmente opuestas entre sí, y, aun así, es posible en algunos casos tomar
la esencia del pueblo como macro características que se comparten entre casi
todos los habitantes. Teniendo en cuenta que todos ellos nacieron y se
criaron en un mismo lugar, no es difícil que este fenómeno ocurra. Tengamos en cuenta que nuestra propia
personalidad está entrecruzada por una increíble diversidad de elementos
culturales locales, precisamente del lugar en el cual nuestro cerebro se fue
desarrollando.
La historia que les quiero relatar a
continuación habla de las particulares características compartidas por los
habitantes de una ciudad muy especial, mas para ahorrarnos problemas por lo
inquietante o traumática que puede resultar la historia para algunas personas
que la vivieron en carne propia, nos referiremos al poblado con un nombre
ficticio, bastante pintoresco por decirlo menos; “Ciudad del Sol”. La
arquitectura y el paisaje general de Ciudad del Sol era una bellísima postal
que servía prácticamente como ejemplo para cualquier lugar que quisiera ganar
unos cuantos ingresos en base al turismo. Resultaba que, si uno se ponía
a observar la ciudad desde el cerro que la delimitaba, se podía dar cuenta que
la forma global en que se distribuían las edificaciones formaba una Campana de
Gauss casi perfecta. Es decir, al oeste recién iba naciendo la ciudad,
con pequeñas casitas de uno o dos pisos que recién al ir moviendo la vista
hacia el este iban creciendo en altura, y así llegaban hasta un punto casi al
centro del paisaje en el cual se alzaban edificios particularmente altos, para
luego ir desembocando en otro conjunto de casas pequeñas en el extremo este del
lugar. Resultaba una imagen especialmente conmovedora.
Lamentablemente, no todo es eterno, y
así, una rupturista construcción llegó a amenazar la perfección urbanística que
era la ciudad. Los políticos la llamaban; “La Torre de los Cien Años”, un
edificio que más que una obra arquitectónica, era una pieza de arte, casi una
escultura. Claro que todo aquello no eran más que promesas de
campaña, poco interesantes o trascendentes, pero pequeños enunciados, al fin y
al cabo. Ciudad del Sol estaba pronta a
cumplir cien años de historia, y las autoridades locales no paraban de hablar
sobre los festejos y actividades culturales. De pronto, todos los
problemas sociales que eran tan comunes en ese lugar y en esos tiempos
especialmente, habían desaparecido en pos del consumismo inherente a las fechas
conmemorativas importantes. No miento
cuando digo que todos los habitantes parecían haber perdido la memoria,
dejándose guiar por discursos de un pasado neutro, que poco tenía que ver con
el presente apremiante. Y así, la Torre de los Cien Años pasó de
ser un proyecto algo utópico sobre construir la estructura más alta de la
ciudad, a ser un proyecto comercial privado.
Al poco tiempo de ser construida por el alcalde anterior a las
elecciones, que se apropió de una de las ideas de un aspirante al sillón
municipal, fue concesionada a una empresa multinacional extranjera, víctima de
un cambio de mando en el gobierno local que destruyó el materialismo y
simbolismo ideológico del periodo anterior.
La Torre de los Cien Años pasó a
llamarse “Sun Tower Mall”, y gozó de una particular fama al ser una obra
especialmente controvertida y polémica, y es que era flanco de críticas que
venían de todos los lados posibles de la sociedad. Algunos lo
consideraban un proyecto innecesariamente pretencioso, que ya había dejado de
tener sentido desde que se vendió.
Otros, complementando esta última idea, planteaban que se trataba de una
monstruosa obra que era más bien una oda al capitalismo desmedido, que arrasaba
con todo lo que se encontraba en el camino. Por último, y también
haciendo eco de las demás declaraciones, algunas personas lo calificaban como
un desastre arquitectónico e ingenieril, ya sea por la elección del suelo en el
cual fue edificada, por la elección de los materiales de construcción
(principalmente fierros bastante arcaicos), o incluso por la destrucción que
significaba para el paisaje general de la ciudad. Parecía como si la
torre estuviera completamente fuera de lugar, como si no perteneciera y no encontrara
suelo adecuado. Era como si de pronto,
se hubiera trasladado un descomunal edificio de otra ciudad con una grúa
gigante y se hubiera dejado caer en Ciudad del Sol, aplastando todo lo que
podría haber debajo.
El barrio en el cual se encontraba ya
erguida la torre, era a su vez, un sitio patrimonial histórico lleno de devenires,
particularmente rico en significado. Las pequeñas comunidades de
pobladores que habían dado parte de su idiosincrasia en pos de la construcción
de una identidad local, se habían criado allí.
Mas nada de eso pareció importar al momento de construir la torre.
Tal como el dinamismo social, que es un fenómeno tan común, pero del cual
es difícil darse cuenta cuando comienza su gradual proceso de transformación,
se podría decir que la ciudad ya había perdido hacía rato su identidad
característica y a nadie parecía importarle. Era como si nadie se hubiera
dado cuenta, como si toda una generación ancestral hubiese muerto producto de
una devastadora peste, sobreviviendo solo los herederos, ya desmemoriados y sin
historia tras ellos.
Una nueva época pareció naturalizarse
en Ciudad del Sol; era como la llegada de la Modernidad, concepto antiquísimo,
pero históricamente aplazado en lugares apartados como ese. Ahora todos
los habitantes del lugar se sentían parte de una misma masa alienante de
personas increíblemente vacías y plásticas que se extendía a lo largo de todo
el globo terráqueo. Siempre a las nueve de la mañana sonaba el mismo
inquietante sonido de alarma en el Sun Tower Mall; era la hora del desayuno,
momento en que largas filas de consumidores se apilaban para gastar su dinero
en las supuestas “promociones” del “patio de comidas”. Lo curioso, en
todo caso, era que esta alarma no había sido instalada por ningún ejecutivo,
funcionario o trabajador del mall, sino que era más bien un extraño fenómeno
emergente que se daba debido a que, por esas casualidades de la vida, todos los
sujetos que concurrían al mall lo hacían guardando las mismas normas horarias.
Sabían todos por igual el tiempo exacto en que tenían que llevar a cabo
cada una de sus actividades cotidianas, y guardaban pequeños recordatorios
sonoros en sus celulares como si fuera acaso esa rutina un asunto novedoso, que
de tan complejo ni siquiera podía incrustarse en la memoria de nadie. Así, todas las alarmas sonaban a la misma
hora causando un bochinche infernal, siempre a las mismas alturas del día,
durante todos los días del año; a la hora de desayuno, de entrada al trabajo,
de almuerzo, de vuelta al trabajo, de salida al trabajo. Era un fenómeno
completamente normal en el lugar, mas para cualquier forastero que se
apareciera por allí era más bien como una representación tragicómica del
infierno de Dante, saltando abismalmente de círculo en círculo cada vez que
sonaban las malditas alarmas.
En el último piso de la torre se
ubicaba un conjunto de oficinas que pertenecían a distintas empresas, en su
mayoría multinacionales. Era fácil deprimirse al entrar a esas
dependencias pues el ambiente gris y lleno de humo, sumado a los rostros
inexpresivos, constituían una de las escenas más tétricas que persona alguna
pudiera llegar a imaginarse. También a su vez, parecía que ese ambiente
viciado de triste conformismo chorreaba a los pisos inferiores de la torre,
pues toda la gente que pasaba por allí, con sus alarmas programadas a la misma
hora, parecían igualmente infelices incluso a pesar de ocasionales sonrisas que
podían verse en sus rostros cuando estaban acompañados o cuando compraban ropa
de marca.
Daniel trabajaba ahí, en la torre de
los cien años, como jefe del departamento de recursos humanos de uno de los
restaurantes de comida rápida que operaba en los últimos pisos del mall.
Decía que le gustaba su trabajo, aunque no tenía ningún punto de
comparación pues nunca en su vida había trabajado en otra cosa. Decía también que la comida del restaurante
era un asco, y que, aunque aquello estaba fuera de su control, no podía hacer
menos que sentirse indignado. De todas maneras, nunca se había quejado
ante sus jefes, en parte porque no los conocía, en parte porque ya estaba
demasiado ocupado. En verdad ni siquiera
era asunto suyo el susodicho tema.
-Uno de estos días, me van a explotar
los putos tímpanos al sonar esas alarmas de mierda - Solía decir Daniel a sus
compañeros de trabajo siempre que un terrible bochinche en el mall les
interrumpía su aburrida conversación de la hora de almuerzo.
-Ojalá también te explote la puta boca
para que dejes de tirar mierda todos los días - Le respondía casi siempre
Julio. Este último era algo así como el “mejor amigo” de Daniel dentro de
la poca gente que conocía en el trabajo.
Y si bien a juzgar por esto, el comentario podría haber sido parte de un
diálogo de amigos cercanos que solo quería molestarse un rato, la verdad es que
ha medida que pasaba el tiempo parecía que Julio lo iba diciendo cada vez más
enserio, como si la rutina hubiera dejado de ser graciosa y se hubiera mostrado
tal como realmente era; una realidad dura, pero correcta.
Resultaba que en verdad a ningún
oficinista le habría gustado trabajar en el Sun Tower Mall. Si de
casualidad e infortunio le hubiera tocado a algún empleado ser parte del grupo
de trabajo que oficiaba en ese lugar, este sabía que se trataba de una
sentencia de muerte. Todo en aquel lugar era gris, y las ganas de escapar
se respiraban en el aire, al igual que la pesadumbre era asunto del diario
vivir. Para Daniel era un asunto
bastante curioso que el ventanal que a la vez servía de techo para las oficinas
fuera de vidrio, pues parecía que todo el terrible calor que a diario
golpeaba a los empleados era producto de esto.
El sol solía posarse justamente por encima de ellos todos los santos
días, y la sensación de agobio se volvía insoportable.
Así, un día que parecía ser como
cualquier otro, sin ningún detalle particularmente interesante en el horizonte,
Daniel sintió que el calor ya excedía todo límite humanamente soportable, y
totalmente convencido de que simplemente no se podía trabajar bajo esas
condiciones, decidió ir a hablar con el jefe de personal.
-Oye, el clima está exactamente igual
que cualquier otro día de esta semana - Dijo este último a Daniel - Fijate que
eres el único que está reclamando por un detalle tan estúpidamente
insignificante.
El tipo tenía un punto a su favor.
Aparte de Daniel, a nadie más parecía importarle este asunto del clima.
Todos estaban ocupadisimos trabajando en sus computadoras, y cuando al
fin apartaban la vista de los monitores, y si por esas casualidades de la vida
llegaban a cruzar miradas con otras personas, los temas de conversación no
podían llegar a ser más triviales y estúpidos aún.
-Es una linda muchacha - Decía Julio,
el “mejor amigo” de Daniel - Realmente muy linda. Como le haría un buen…
-Oye, ¿No te parece que hace un poco de
calor? - Le interrumpió Daniel. Estaban charlando durante la hora de
almuerzo.
-Si, pero hace el mismo calor de todos
los días - Le respondió entonces Julio - Nada nuevo bajo el sol.
Daniel estaba cada vez más seguro de
que se estaba percatando de algo que solo él podía observar. Era como si
todo el mundo se hubiera vuelto loco, o como si de repente él mismo se hubiera
curado de una locura en la cual estuvo inserto durante mucho tiempo, y
estuviese entonces presenciando una epifanía fugaz.
-Voy a ir a la farmacia - Le dijo entonces
Daniel a Julio - Creo que me estoy sintiendo mal. Trataré de volver antes
de que termine el almuerzo.
Nadie tenía que salir del Sun Tower
Mall para ir a un cine, a una farmacia, a un supermercado, o incluso a una
plaza. Era un lugar que parecía hasta público a pesar de sus rejas, sus
guardias y sus miradas inquisitivas a todo aquel que se saliera un poco de la
norma, ya sea de andar, de vestir, o de hablar. Antiguamente existían en
Ciudad del Sol numerosas plazas y puntos de encuentro que servían a la
contingencia local. Allí se organizaban
reuniones, juntas de vecinos, o simplemente grupos de amigos que querían pasar
un buen rato compartiendo, ya que guardaban entre sí intereses comunes que
nacían de su propia idiosincracia local. No eran amigos porque fueran
vecinos, sino que eran cercanos porque el mismo hecho de ser vecinos, los
empapaba de una cosmovisión en común que movilizaba sus propias actividades y
pensamientos, constituyendo una propia forma colectiva de ser, o una bien
determinada identidad de clase. Ahora,
con la llegada de estos centros comerciales tan parafernalicos, toda esa
contingencia se había perdido y toda la gente se reunía en torno al consumo.
Sin un capital que te garantizara poder gastar no solo en lo
indispensable, sino también en moda o entretenimiento, simplemente quedabas
marginado de la sociedad. Ni siquiera
tenías tema de conversación.
-Fiebre - Daniel había comprado un
termómetro en una de las tantas farmacias que se ubicaban dentro del mall -
Ahora se lo que tengo - El termómetro marcaba 40 grados. Parecía una situación peligrosa.
Así, Daniel fue inmediatamente a buscar
sus pertenencias a su oficina, convencido de que se encontraba gravemente
enfermo, y de que específicamente algo en aquel lugar, en aquella torre
que por más espaciosa que fuera, no hacía más que producirle claustrofobia, lo
estaba enfermando de manera gradual.
Sin embargo, al hombre se le hizo muy
largo el camino hasta los últimos pisos de la torre, donde se encontraban las
oficinas. Desde la farmacia, tenía que subir aproximadamente la mitad del
edificio para llegar al final, y mientras lo hacía, iba sintiendo como su andar
se volvía cada vez más pesado y difícil, y como la realidad y los rostros que
lo rodeaban se iban desfigurando hasta lo indescriptible.
Era como
si de pronto se hubiera trasladado hacia un nuevo y extraño mundo en el cual ya
no tenía ninguna certeza lógica o física sobre su funcionamiento. Podía ver como la gente corría y saltaba de
un lado a otro, a menudo dando brincos y acrobacias que eran físicamente
imposibles de realizar. Era todo en su conjunto un gigantesco pandemonio
desatado en la tierra, y específicamente en aquel lugar. Aparte de las imágenes confusas, parecía que
el sonido también se estaba rompiendo, pues no tenía ninguna relación con las
imágenes que se dejaban ver en aquel espacio.
Durante algunos momentos, el silencio reinaba, y luego se escuchaban
explosiones, sin ninguna razón aparente, para luego pasar a voces aparentemente
humanas que repetían galimatías sin cesar.
En vista de que ninguno de estos sonidos tenía fuente clara, pues
respondían a una confusión visual muy difícil de procesar, se podrían haber
clasificado como psicofonías. Daniel
creía que venían de su propia mente, y que en verdad nada de aquello era
real. Incluso cuando comenzó a
distinguir ciertas palabras de entre toda la maraña de vocablos indescifrables,
tales como FIEBRE o AUXILIO, siguió pensando que todo aquello que
percibía era una alucinación provocada por su propio desequilibrio interno.
Podía sentir como con el paso del tiempo, el cual por cierto tampoco
podía ya siquiera cuantificar, sus iniciales 40 grados de fiebre iban
aumentando vertiginosamente. Así estuvo un tiempo entonces, tratando de
tranquilizarse, mientras se repetía a sí mismo que nada de aquello estaba
realmente sucediendo allí afuera. Con
tales pensamientos llegó hasta el piso de las oficinas, y allí fue donde toda
la situación tomó una nueva forma. Resultó que se le acercaron varias
personas, todas ellas compañeros de trabajo que podía reconocer perfectamente,
a hablarle de manera inquietante. Era
una escena particularmente surreal.
Sintió que todas esas personas le estaban pidiendo ayuda, como si fueran
víctimas igual que él de un terrible mal que empapaba todo el espacio.
-No puedo más con la fiebre - Daniel
vio como Julio se acercaba a él y apoyándose con mucha dificultad sobre su
hombro, como si estuviera a punto de desmayarse, le decía estas últimas
palabras con gran esfuerzo - Tenemos que salir de aquí.
La pesadilla, al menos en parte, era
real. Un pequeño lapsus de raciocinio entre el caos llegó hasta Daniel y
se dio cuenta que si bien, ninguna de las escenas que estaba viendo eran
literalmente reales, al menos la situación y el problema de fondo si lo era.
Tomó sus cosas, y junto a Julio, salieron por un extenso pasillo para
llegar a una puerta que demarcaba el fin del espacio de las oficinas y que
llegaba directamente a las escaleras internas del edificio, aquellas que eran
como la salida de emergencia y que decantaban en los estacionamientos.
Allí fue cuando ambos, Daniel y Julio, vieron con horror como una horda
de seres extraños se dirigían hacia ellos.
Eran como seres humanos normales, mas tenían la piel anormalmente rojiza
y daban pasos de manera enfermiza, como si tuvieran las piernas rotas y
agonizantes. Así, la reacción innata de
los compañeros fue huir de aquellos seres, corriendo escaleras abajo, mientras
rehuían también de sus propios pensamientos, que buscaban de manera incansable
pero infructuosa alguna explicación lógica a todo lo que ocurría. La
pesadilla era cada vez más terrible a medida que se volvía más clara.
-¡Daniel! - El hombre aludido se
repetía a sí mismo una y otra vez que aquellas voces no eran reales.
Nadie lo estaba llamado en verdad.
Esos seres no eran más que alucinaciones. Se trataba en todo caso, de imágenes vívidas,
pero de todas maneras, no eran más que situaciones imaginarias.
Estaban en la mitad de la torre.
Le llevaban a las criaturas rojizas aproximadamente dos pisos de ventaja,
y entonces, sin previo aviso, escucharon una especie de estruendo que removió
todo lo que era el lugar, como si fuera una explosión. Llamas rojizas que
aparecieron a los lados de los pasillos y las escaleras se impregnaron a la
piel de las criaturas extrañas, solo que esta vez, también lograron alcanzar a
Julio. Daniel vio la escena con una
suerte de temor paralizante. No podía creer lo que estaba presenciando. Era como si al fin, toda aquella escena
hubiera cobrado sentido y se hubiera hecho, después de todas las conclusiones
erradas, real a pesar de todas sus deformaciones. Alguién estaba atacando al edificio.
Era como un atentado. Las
explosiones, el fuego, las criaturas extrañas que eran en verdad personas que
se quemaban. Todo aquello cobró al fin
sentido. Julio se tiró al suelo tratando
de escapar de las llamas, mientras gritaba de dolor. A su vez, Daniel no sabía que hacer.
Ver a todos sus compañeros sufriendo de esa manera tan terrible lo tenía
acongojado, mas no atinaba a hacer nada.
Recordó que había comprado un termómetro hacía tan solo unas horas. ¿O habían sido minutos? El tiempo se había deformado de tal forma que
ya no podía tener ninguna certeza sobre este último. De todas maneras, el
termómetro seguía allí. Daniel estaba
cansado de correr escaleras abajo. Tal
como si se tratase de un momentaneo lapsus de razón entre el caos, se tomó la
temperatura como tratando de comprobar una letal idea que había surgido en su
cabeza. Tenía 41 grados de fiebre, y el
calor sofocante allí en la vía de evacuación no hacía más que empeorar.
Un grado más y su cerebro dejaría de funcionar. Abrazó entonces a la muerte como un dulce
escape de aquel infierno, y aprovechó sus últimos momentos para ver como sus
compañeros, ya irreconocibles entre el humo y las llamas, se incineraban hasta
desaparecer. Él tenía entendido que
aquella escena era un poco fantástica, pues veía como algunas personas se
hacían polvo en segundos. Era como una alucinación, pero en su estado era
totalmente factible, y por tanto no tenía ninguna importancia. Se encontraba en un estado en que
teóricamente nada tenía sentido, mas por un placentero instante que pareció
eterno, Daniel se sintió ajeno a todo ello, y se vió a si mismo como un ángel
que ya no podía sentir su propio cuerpo, y hasta disfrutó de la perturbadora
escena que eran todas aquellas personas, cuerpos que antaño se erguían
orgullosos de sí mismos, llenos de vigor e ideas, desintegrándose y
convirtiéndose en nada. Era la fragilidad de la vida un asunto curioso,
mas también conmovedor, casi poético. El
lenguaje humano no puede describir con palabras certeras tal espectáculo. Va más allá de nuestro propio conocimiento
convencional.
La Torre de los Cien Años cayó con un
estrépito que parecía dar inicio al apocalipsis, o como si se abriera la Caja
de Pandora. El caos se instaló en los alrededores, mas muchos expertos
estuvieron de acuerdo en que la situación pudo haber sido mucho peor, ya que el
derrumbe pareció ser una demolición controlada, tal como si se debiera a
implosiones estratégicas, hablando en términos técnicos. De todas
maneras, estas no eran más que especulaciones derivadas de la observación de la
catástrofe. El hecho en sí se convirtió
de inmediato en un misterio bastante críptico, y las denuncias póstumas y las
leyendas urbanas no tardaron en aparecer.
Se dijo que el lugar concentraba una temperatura interna que producía
hipertermias que decantaban a su vez en golpes de calor abruptos y violentos.
A nadie le parecía que esto último pudiera ser muy verosímil, pues era
difícil de creer que nadie se hubiera dado cuenta o hubiera sufrido
enfermedades graves a causa de ello. Sin
embargo, también fueron los testimonios los que se abrieron paso después de la
tragedia. Muchas personas que visitaban
periódicamente el Sun Tower Mall declararon haber sufrido fuertes fiebres, mas
ninguno de ellos pensó en primera instancia que esto se podría haber debido a
la visita al recinto. Como para rematar la psicosis pública que significó
el evento, se descubrió mucho tiempo después que ningún funcionario regulaba la
temperatura del lugar, y que ningún tipo de aire acondicionado funcionaba
allí.
De la caída de la torre se registraron
más de dos mil muertos, y significó también toda una re urbanización de la
ciudad. Las empresas privadas que gestionaban el edificio fueron llevadas
a juicio por negligencia y por todas las muertes ocurridas. Luego de un
tiempo, Ciudad del Sol se convirtió en un mal lugar para invertir y el suceso
se fue olvidando de a poco, sin que se hiciera realmente justicia para las
víctimas. Hasta el día de hoy, la caída de la torre sigue siendo un
misterio, y la infinidad de historias que surgieron del acontecimiento,
referidas a supuestos “lugares que causan fiebre”, o “dobles ventanales de
aluminio que aumentan la temperatura”, sirvieron de guía para futuras
construcciones en el lugar, y a su vez se impregnaron para siempre en la
memoria colectiva local, a pesar de que los medios le fueran restando
importancia al evento. De todas maneras, el hecho marcó un valioso y
trágico precedente para que nunca más el pueblo se convirtiera en un puñado de
ovejas que van contentas al matadero, teniendo siempre como referente aquel
faro de luz gris; “La ascensión y Caída de la Torre de los Cien Años”.
Photo by Daniel Garcia
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