Hubo una época de mi vida en que experimenté muy de cerca la
frivolidad del “estar bien” a cambio de verse arrastrado por la rutina. No había que preocuparse de nada que no fuera
tratar de seguir la línea recta que ya tenían dibujada para ti y miles de
personas más. El no poder escapar de una
vida a la cual en términos prácticos no le faltaba nada excepto emoción era
como el infierno personal de los idealistas de clase media acomodada. Yo fui uno de ellos durante ese entonces. Y en mi búsqueda de nuevas sensaciones tuve
que tomar medidas drásticas por mi propia salud, tanto física como mental.
Tenía un trabajo medianamente estable en el que ganaba tan
solo un poco más que el sueldo mínimo.
En verdad, apenas me alcanzaba para arrendar una pieza, comer todos los
días, y ahorrar un poco para emborracharme los fines de semana. Más allá de eso no me daba lujos; no viajaba,
no compraba libros (tan solo los leía por internet que le robaba a un vecino),
ni siquiera podía tocar música porque no tenía nada ahorrado para arreglar mis
gastados y casi inutilizables instrumentos musicales, y eso que durante mi
adolescencia, tocar guitarra y bajo parecía ser lo único que le daba sentido a
mi vida. A la larga tuve que dejarlo por
no poder costear dicha actividad. Era
eso o el alcohol, y la bebida iba ganando respaldo a medida que llegaba al fin
de semana cada vez más cansado y el vino era la única cosa en el mundo que me
permitía no sucumbir ante mis pensamientos y mis constantes ideas de asaltar un
banco, dedicarme al narcotráfico, o simplemente llevar una vida apartada de la
urbe siendo un ermitaño en algún sitio eriazo donde pudiera cosechar y tomar
agua de río.
Para que la borrachera no fuera tan terrible, y para no
despertar comentarios de cualquier tipo en el edificio donde vivía, prefería ir
a bares medianamente cercanos a consumir alcohol, antes que hacerlo en mi
pequeño departamento. Debido a mi
introversión y al hecho de que siempre iba rotando mis destinos, nunca hice
lazos de amistad con algún trabajador de bar alguno, y pocas veces veía
clientes ya conocidos frecuentando uno de estos. Así, pasaba esas noches de fin de semana en
completa soledad, éramos solamente yo y el dulce vino. A eso de las tres de la madrugada regresaba a
casa caminando apenas y era el fin de mis poco emocionantes aventuras. Este era un ciclo que parecía estar
extendiéndose hacia el infinito.
Eso hasta que una vez, de entre todas las veces que la
cotidianeidad parecía no haber sido rota durante las primeras horas de consumo,
me di cuenta de que algo había cambiado en la ya clásica y deprimente escena de
un bar con poca luz y olor a orina donde yo y con suerte cuatro personas como máximo
íbamos agachando de a poco la cabeza en dirección a la mesa, sin establecer
contacto visual con nadie. Resultaba que
un grupo de jóvenes de mi edad, pero mucho más joviales que yo, se encontraba
ahí mismo, a unos cuantos pasos de mi asiento, hablando en voz excesivamente
alta sobre tópicos que al comienzo yo no podía entender. Tuve que hacer todo un esfuerzo para prestar
atención, incluso a pesar de que la curiosidad había surgido en mi de manera
natural y espontánea. “Es la mejor manera de escapar de el dolor”,
“Siempre lo hacemos en grupo”, decían mientras yo iba abriendo los ojos
como platos. Había algo en esas palabras
que me llevaba a un mundo de posibilidades inexploradas o bien a viejos
recuerdos de adolescencia donde las nuevas sensaciones aparecían cada día y con
dinero o sin dinero uno se inundaba de “primeras veces”. Recordé que alguna vez tuve amigos, y con
ello llegaron hasta mi mente viejas promesas de eternidad y lemas toscos sobre
compañerismo que brillaban por su sinceridad.
Además, no pude dejar de relacionar lo que había escuchado con el
consumo de drogas, un hábito que también en el pasado se había arraigado firme
en mí pero que ahora por motivos principalmente económicos tuve que dejar
drásticamente y por completo. Me incorporé
en el asiento en el cual ya estaba casi echado, y sin mirar al grupo que
hablaba, fui descifrando con cuidado cada palabra que iban soltando. “Yo
con la Rocío lo hacíamos primero en pareja y a ella nunca le pasó nada. Si tenemos cuidado y nos controlamos, no
tendría por qué pasar a mayores”. Con
el tiempo me fui desesperando porque todo lo que oía nunca me dejaba en claro
que era exactamente lo que aquel grupo hacía o pretendía hacer. Parecía que me había perdido del punto clave
de la conversación. Entonces, llegó un
momento en que no pude más de la curiosidad, y admito también que esta
sensación se vio mezclada con el alcohol ya consumido profusamente, lo
suficiente como para tener el valor necesario y recurrir a preguntar.
-Oigan, yo… disculpen que los interrumpa – Me fui
arrepintiendo gradualmente de lo que hacía, a la par que podía ver con terror
como los rostros de aquellas personas me miraban tal si yo fuera la cosa más
extraña y desagradable del mundo – La verdad es que… no estoy pasando por un
buen momento…y no sé, los escuché hablar sobre escapar del dolor y hacer algo
en grupo. Agradecería que me pudieran
ayudar en algo, o si acaso tienen una droga que te haga sentir muy bien, o no
sé…
Dejé de hablar. Sentí
que todo era en vano y que solo estaba entusiasmado porque en mí se había dado
una especie de regresión mental. Aquel
grupo representaba toda la camaradería y la exaltación de los sentidos que
había caracterizado a mi adolescencia.
Al final, tal si hicieran algo en grupo, nunca invitarían a un tipo tan
extraño como yo a participar, y en el caso de que solo vendieran droga, yo
tendría que hacer un tremendo esfuerzo para poder comprarles. Pasaron segundos dolorosos y eternos, por
primera vez en toda la noche podía oír la melancólica música ambiental del
recinto a lo lejos, perdida en algún laberinto interior del bar. Sentí que la escena ya no podía ser más
extraña cuando de pronto, un sujeto de rulos platinados y rostro increíblemente
pálido que integraba el grupo, explotó en risa y dejó que esta saliera de la
boca de sus acompañantes. Quería llorar;
parecía que toda esa noche estaba destinada a ser un viaje hacia el pasado,
retrocediendo cada vez más. La risa de
la gente no paraba, y entonces, consciente de que todo había salido terriblemente
mal (como era de esperarse), me fui retirando de a poco, a paso muy lento. Entonces, de manera abrupta e inesperada, las
risas pararon de golpe, y justo en ese instante, la voz seria del mismo tipo
que había comenzado a reírse, se dirigió hacia mí.
-¿Quieres unirte?
En cualquier situación normal, lo habría pensado al menos dos
veces, por lo bajo. La situación era
bastante extraña y yo era un tipo de lo más psicológicamente vulnerable, casi
que a merced de un grupo de gente desconocida que me había visto en una de mis
peores facetas. Pero en ese momento,
entre la efervescencia de los recuerdos y con los sentidos alterados, me vi
prácticamente atraído de manera irreversible al grupo, y sin un solo dejo de inseguridad,
miré directo a los ojos al sujeto que me había hablado y le pregunté con voz
firme;
-¿Qué es lo que hacen?
Hasta ese momento, mi consciencia se había mantenido alerta
por la curiosidad y el miedo. Sin
embargo, ya con las aguas más calmas, cuando de manera bastante increíble me vi
de lleno dentro de aquel grupillo, los efectos más adormecedores del alcohol se
hicieron patentes y tuve que ir a casa muy luego, además de que fui perdiendo
gran parte de la memoria acerca de la conversación que iba teniendo con la
gente a medida que sentía que me dormía.
Tengo la noción, aunque con total seguridad complementada y
resignificada a partir de todo lo que viví después, de que me hablaron de una
actividad grupal de contacto físico, más relacionada con el deporte y el
teatro. En ningún momento hablaron de
algún tipo de droga. Me dijeron que si
bien en ese momento no buscaban gente directamente, planeaban hacerlo a futuro,
así que me recibieron bien. Por último,
me dejaron un número de celular, y creo que yo también les di el mío. La cosa es que fui contactado al día
siguiente.
Desperté con un terrible dolor de cabeza. Había tomado como siempre y, sin embargo,
aquella vez definitivamente algo había cambiado. Algo que también me llegó a afectar físicamente. A pesar de mis achaques, me sentía eufórico;
había recibido un mensaje del grupo de la noche anterior. Ni siquiera me dieron el tiempo de considerar
todo lo sucedido como un sueño. Todo
aquello estaba realmente pasando. Hacía tiempo que no me sentía tan emocionado
por algo, y eso que ni siquiera sabía muy bien que era lo que pretendía
hacer. El asunto es que fui citado a una
reunión el próximo fin de semana, un día viernes. El paso de los días durante esa semana se me
hizo eterno, y me dio a su vez tiempo para pensar en que quizá estaba siendo
víctima de una broma, o peor aún, de que me estaba metiendo en algo
particularmente peligroso. De todas
maneras, no resistí la tentación de ir al encuentro con la mejor de las predisposiciones.
No es fácil de describir todo lo que empecé a hacer con ese
grupo de personas. O sea, se puede hacer
de forma concisa, pero los conceptos simplemente no pueden explicar todo el
abanico de emociones y experiencias que viví.
El asunto es que, aquel grupo se dedicaba, básicamente, a producirse
dolor físico mutuamente. Jugaban con
instrumentos de tortura, armas de diversa índole, e incluso con sus propios
cuerpos para generar y recibir sufrimiento físico. Recuerdo haber llegado unos cinco minutos
tarde a mi primera reunión, y ver luego de abrir la puerta entrecerrada de un
departamento, como dos personas, un hombre y una mujer, se daban fuertes
cachetadas mutuamente, las cuales iban de a poco aumentando en intensidad. En aquel momento me sentí aterrado y algo
contrariado, pero al ver que yo había entrado al lugar, unas cuantas personas
del grupo fueron a recibirme y trataron de explicarme todo de manera que yo
pudiera entender sin alterarme. En
verdad no recuerdo mucho de la explicación, solo se que me invadió una suerte
de curiosidad morbosa; tenía ganas de quedarme a mirar. La
gente del grupo consideró aquello como un buen comienzo. Algo de mí se quería quedar allí.
Durante toda esa primera sesión, en la cual participé tan
solo en calidad de espectador, mi mente se encontraba dormida. Simplemente no podía pensar. Nunca en mi vida había visto tantos golpes en
vivo y en directo, con mis propios ojos.
Cuando terminó todo pensé en no volver más, y me pareció de lo más
sensato. Sin embargo, la gente del grupo
estaba realmente interesada en experimentar con una persona externa. Me insistieron al terminar, y siguieron
haciéndolo a la distancia a través de varios mensajes. Se suponía que las sesiones se llevaban a
cabo cada fin de semana. Considerando
que tenía la opción de unirme a todo aquello, cuando llegó nuevamente un
viernes consideré que mi clásica actividad de recorrer bares era de lo más poco
estimulante. Mientras me hundía en el
vino consideré la opción de volver al “departamento del dolor” la semana
siguiente, tan solo para mirar.
Y así fue como en efecto volví al lugar, y me sorprendí a mí
mismo gozando de buena gana con lo que estaba mirando. Para las personas del grupo, todo aquello no
era más que una terapia de liberación.
Me decían que la adrenalina se sentía al rojo vivo y que se podía llegar
a botar la tensión acumulada de toda una vida en tan solo una sesión. Ya para la tercera vez que me quedaba a mirar
les iba creyendo de a poco. Veía como en
vez de lanzar angustiosos gritos, ellos y ellas se reían, cantaban, y cuando
gritaban lo hacían de manera jovial.
Parecían estar disfrutando. Pocas
veces la escena se volvía realmente desagradable; tan solo cuando los látigos
aparecían, podía brotar sangre y en general pocos miembros del grupo gustaban
de esta práctica. A veces relacionaba
todos estos rituales con ciertos fetiches sexuales de dominación y
sumisión. Sin embargo, esto no tenía
nada que ver con aquello; en realidad el asunto nunca llegaba siquiera a
acercarse a lo sexual, en cuanto a genitalidad y erotismo se refiere. Es cierto que la mística, y sobre todo, la
práctica misma de las actividades generaba placer, pero esta sensación no tenía
que ver con la excitación sexual propiamente tal, tan cerrada, íntima, y exclusivamente
dedicada al coito como la conocemos en occidente. En cierto modo iba mucho más allá de
eso.
Cada vez que iba al departamento sentía que no podía pensar
con claridad. A veces interpretaba esto,
de manera muy alarmista, como que me estaban lavando el cerebro. Lo cierto es que al fin y al cabo, nadie me
obligaba a ir a las sesiones, y tenía toda una semana de sobriedad para pensar
muy bien en lo que haría después, así que no podía llegar y quitarme mis propias
responsabilidades. Realmente yo quería
estar ahí. Y a medida que me iba dando
cuenta de que esto era cierto, crecían en mí las ganas de participar. Era obvio, veía que todos y todas la pasaban
bien, y que no había un mayor peligro en el asunto. ¿Era esto acaso una fachada o simplemente la
novedad situacional había embotado mis sentidos? Yo recuerdo perfectamente haber visto un
ambiente agradable, cálido, amigable.
Las sesiones eran casi terapéuticas.
Ya para cuando di mi primera cachetada, muy despacio, con miedo de quien
sabe qué, fue que las cosas cambiaron y yo lo percibí de inmediato.
Al comienzo creí que era solo yo, seguramente porque no
estaba acostumbrado. Que chillaba de
dolor, y las “nuevas sensaciones” me parecían insoportables e
inconmensurablemente desagradables. Sin
embargo, luego me fui dando cuenta que muchas más personas que las que yo
hubiera creído lloraban y sufrían conmigo, personas a las que antaño veía
reírse ante fuertes castigos. No se exactamente que clase de fuerza
sobrenatural me mantuvo firme durante toda la primera sesión en la cual
participé de forma activa. Sufrí tanto
que debí haberme ido de inmediato. Pero
simplemente no podía retirarme, y las regresiones volvían a mí. Había retrocedido muchos años, había vuelto a
ser niño. Estaba muerto de miedo, era yo
el pacato y tímido de siempre que prefería sufrir a alterar el orden
establecido, por miedo a quien sabe qué.
Algo en mi interior me decía que todo eso estaba bien, que no me fuera,
que realmente me iba a liberar del verdadero
dolor, que toda la tensión de la semana se iba a ir.
Volví a casa con un tec cerrado. Nunca me sentí tan estúpido en mi vida. Sin embargo, había algo que no terminaba de
cuadrarme en todo aquello, y era que durante la sesión, el grupo no se había
descargado conmigo, todos y todas habíamos sufrido por igual, pero se había
sufrido como nunca. ¿Por qué todo había
cambiado justamente ese día? La
situación era aterradora precisamente por no tener ningún sentido. Al menos creía saber que no volvería a
aparecerme por allá, y que no volvería a ver nunca más a esa gente. También saqué una licencia médica y no fui al
trabajo por unos cuantos días. Fue una
época de reflexión necesaria. Supuse que
la búsqueda de nuevas sensaciones me había llevado a transgredir ciertos límites. Aunque esto había pasado principalmente por
mi enfermiza curiosidad, que no habría sido tan alta de no ser yo un enajenado
que vive para trabajar. Tenía que
culparme a mí mismo no por ser como soy, sino que por no estar totalmente
abierto a las nuevas experiencias que se pueden vivir cotidianamente, y que yo
dejaba pasar por mi estricta y agotadora rutina. Postrado en la cama, aún con dolores y con
más vino que nunca, los engranajes de mi vida y las constantes vueltas de esta
se me hicieron más comprensibles. Sin
embargo, mis aventuras con el dolor no habían terminado aún, y me quedaba al
menos una lección más por aprender.
Había llegado el viernes y ni un peligroso ápice de ganas de
volver al departamento se me había aparecido en la mente. Estaba disfrutando de una extraña y nunca
antes sentida paz interior. Recuerdo que
estaba leyendo un libro sobre filosofía japonesa, del cual admito con vergüenza
no haber retenido mucho, cuando de pronto sentí que tocaban a la puerta de mi
departamento, y entonces sin pensarlo me paré con mucho esfuerzo, un tanto
esperanzado de recibir buenas noticias.
No tenía idea de lo que me esperaba en verdad.
Era el grupo del dolor.
No sabía cómo me habían localizado, pero en ese momento tan solo atiné a
cerrar la puerta y encerrarme. Sin
embargo, ellos y ellas me superaban obviamente en número, y pudieron con todas
las trabas y resistencias que yo presenté a su llegada. No me permitieron cerrar la puerta (actuaron
con mucha rapidez), y me sujetaron entre varios para que yo no pudiera
escapar. Más que nunca era cierto que
gente con tiempo y dinero de sobra tenían disposición para experimentar con lo
que sea. Y entonces, la verdadera última
sesión de dolor en la cual participé, fue quizá la única que me liberó por completo. Me sentí más vulnerable que nunca, y fue eso
en parte lo que me ayudó a llegar a una real apreciación de mi autonomía, y tal
vez a un nuevo grado de autoestima con el cual ni siquiera podía llegar a soñar
en el pasado. Esa cercanía tan palpable con
la muerte, me erotizó y ensanchó mi alma con tintes de inmortalidad. Recuerdo que me ataron, y que principalmente
me flagelaron con una larga fusta, aunque la peor de las sensaciones fue ser
quemado en el abdomen con cigarrillos.
Luego de unos minutos comencé a perder de a poco el conocimiento, y
llegó el asunto a tal grado, que en un momento ya no podía sentir mi
cuerpo. Veía a mi alrededor de manera
borrosa, y los movimientos de mis torturadores se me hacían particularmente
lentos, pero más allá de eso, no sentía nada.
Mi experiencia se había limitado solamente a lo visual. Aquello me dio el tiempo necesario para
reflexionar sobre lo que estaba pasando.
Se me hacía claro que ese grupo de personas había perdido el control,
justamente porque una nueva variable se había entrometido en aquellas áreas que
creían controlar. Parece que
constantemente libramos batallas por dominar aspectos de la realidad que nos
atañen por alguna razón. Era cierto en
todo caso, que yo también había perdido el control sobre mi propia vida; no era
capaz de decidir, de pensar con claridad, de negar o de escapar. Aquel grupo, por otro lado, no era capaz de
aceptarme como un enajenado que tiene miedo de experimentar nuevas sensaciones.
Creo que aquellas personas se arrepintieron en un momento
dado del ritual, y me dejaron acostado en mi cama, pretendiendo que no había
pasado nada. Supuse que se habían visto
en una situación incómoda, que alguien del sector había tocado la puerta preguntando
por los ruidos, o que se yo. El asunto
es que luego de pasar varios minutos en ese extraño y singular estado de alerta
únicamente visual, en el cual ya no podía sentir dolor, ni nada entraba de
hecho en mis receptores sensoriales, me desmayé y desperté horas después solo,
acostado en mi cama. Las marcas de
cigarrillo en mi cuerpo me quitaron la posibilidad de creer que todo aquella
pudiera haber sido un sueño. Me fui de
la ciudad. Renuncié a mi trabajo y vendí
gran parte de mis enseres personales.
Entre el finiquito y entre el dinero de las ventas pagué un pasaje de
ida y una pieza momentánea en una localidad rural de lleno en el rincón mas
austral del país. Nunca se me ha
siquiera pasado por la cabeza que eso fue una mala idea. Actualmente estoy trabajando en un café, y los
gélidos parajes naturales me quedan tan cerca que puedo darme gustos muy
seguidos en cuanto a contemplación casual se refiere. Siempre había soñado con estar en un lugar
como este, solo para poder sanarme.
En retrospectiva veo mis experiencias con la “terapia del
dolor” como una forma bastante violenta de haber visto mis carencias y deseos más
íntimos. Los golpes, las humillaciones y
la sumisión, eran constantes en mi niñez, y el haber vuelto a ellas en mi vida
adulta, nuevamente sin posibilidad de escapar, me hizo darme cuenta de que
nunca había tenido la suficiente voluntad como para tomar en efecto el control
de mi vida. No realizaba decisiones
conscientes, dejaba que todo mi constriñera.
La fascinación utópica de tener
controladas las sensaciones displacenteras, tal como parecía hacerlo aquel
grupo de personas que conocí, me causaba un morbo infinito que no podía controlar. Ese tomar por el cuello y dominar todo lo que
me había causado tanto miedo durante los primeros años de mi vida, me hacía
sentir inmortal, y si bien nunca pasó efectivamente (en mi única sesión
voluntaria como participante el dolor seguía escapando de mis parámetros), lo
cierto es que la idea me sigue pareciendo atractiva hasta el día de hoy. Pero la pasividad de la vida alejada de la urbe
cosmopolita en la cual me crie, esa sensación real de vida minimalista, me hace
olvidar esa obsesión de tener todo controlado.
Como no hay una gran cantidad de variables que puedan afectarme,
disfruto de una inédita paz mental.
Desde aquí, lejos de todo lo que alguna vez fue mi vida,
empezaré con total seguridad a luchar, precisamente por toda persona que viva
con miedo implantado a través del constante bombardeo informativo y de las imposiciones
sociales, que son a su vez, base programática de la existencia moderna. Este descanso necesario es también para expiar
las culpas, pues puede que yo esté también un tanto resentido con aquellas
personas que me hicieron daño, tanto con las que son mencionadas en este relato
como con las que vinieron antes. El asunto
es que para volver y actuar, necesitaré la claridad necesaria como para ver la
matriz social desde arriba, como para entender, para quizá recuperar la fe en
la esperanza, pues tan solo el amor me podrá hacer regresar.
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